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mente: aquella completa inmovilidad, aquel no interrumpido silencio, forman
como una suspensión de la vida, que no es la muerte, que no es el sueño; pero
que tiene de aquélla la solemnidad, de éste la dulzura.
Tal estaba la iglesia de Alcalá cuando entraron en ella, alumbrados por la
linterna de la repugnante gitana, los forajidos, llevando con ellos a empellones y
por fuerza, al desventurado Pedro.
-Soltadle y cerrad, y atrancad esa puerta, dijo Diego.
-Va a gritar y nos va a descubrir, le respondieron los otros.
-¡Soltadle, digo! repuso el capitán. ¿Quién le ha de oír? ¿qué ha de hacer?
-Puede gritar, contestó León, que, ayudado por la gitana, despojaba el altar
mayor de las alhajas de plata que lo adornaban.
-Pues estad a la mira, replicó el capitán.
Y dos, sin duda más tímidos, y que no querían poner la mano sobre cosas
santas, se acercaron a Pedro.
Éste, que como todos los que se contienen, era impetuoso e incontrarrestable
cuando le sacaban de sí las circunstancias, prorrumpió recobrando su energía:
-¡Abajo esos sombreros, hereges, que estáis en la casa de Dios!
-¡Pronto! ¡una mordaza! gritó furioso el capitán.
Y al punto le pusieron a la boca un pañuelo, siendo inútil la resistencia.
Pero, a pesar de que el pañuelo le ahogaba, al ver que la gitana y León
rompían la puerta del sagrario, hizo Pedro un esfuerzo desesperado, y cayó de
rodillas gritando:
-¡Sacrilegio! ¡sacrilegio! -¡Voz tremenda que recorrió las capillas, que retumbó
en la bóveda, como entre las nubes el trueno, y que despertando al magno y
sonoro instrumento, que suele acompañar al imponente De profundis, y al
glorioso Te Deum se perdió entre sus cañones de metal, como un doloroso
gemido! -Un momento de terror frío sintieron aquellos miserables. ¡Tembló el
mismo Diego! -Pero pronto, repuesto, se acercó furioso a Perico, le arrojó contra
las losas del pavimento, le pateó, le maldijo, y mandó a los demás que le
matasen a culatazos si profería una palabra. El infeliz, en tierra y maltratado por
aquellos bandidos, balbucía confuso:
-¡Misericordia, Señor, misericordia!
-¡Matadle si chista! repitió Diego, y despachemos pronto; que se va aclarando
la noche, y nos pueden ver al salir de aquí.
Efectivamente las nubes se rompieron, y un rayo de luna entró en este
momento por una alta claraboya de la iglesia, y fue a besar el pie de una
milagrosa imagen de la purísima Concepción.
-¡Maldita luna! gritó la gitana, añadiendo imprecaciones horribles. Espantados
todos de verse unos a otros al brillo de aquella repentina claridad, apresuraron el
despojo y consumaron el sacrilegio.
Salieron por último, y cuando la gitana los vio partir a caballo cargados con
las riquezas, se volvió a ocultar en la tierra.
Aún no doraba el sol la Giralda cuando cargados con su botín llegaron los
ladrones cerca de Sevilla. Dejaron sus caballos en un olivar al cuidado del
Presidiario, y entraron por diferentes puertas cada cual, reuniéndose en un lugar
apartado y señalado por la gitana, en el cual un platero ya prevenido, recibió,
pesó y pagó las alhajas. Pero cuando los ladrones volvieron al lugar en que
habían dejado al Presidiario con los caballos, nada hallaron.
-¡El perro nos ha vendido! dijo uno.
-¿Y a qué? repuso Diego; tiene aquí su parte, que supone más de lo que
pudiese valerle su traición.
-Habrá visto gente y se habrá refugiado al Cuervo, dijo Perico.
Encamináronse hacia la hacienda, dejándose caminos y carriles y
metiéndose por los olivares.
Mas allí tampoco hallaron al Presidiario.
-¡Mi pobre Corso! dijo Diego, y una lágrima amarga como acíbar brilló un
instante en sus ojos. Mas reponiéndose al momento: estamos vendidos, dijo; ea
pues, a salvarnos. Río abajo; al coto del Rey, a Ayamonte; a Portugal: algún día
le hallaré, ¡y más le valiera en ese día no haber nacido!
Iban a salir, cuando se presentó la gitana a reclamar su parte en el robo.
Todos la asaltaron a preguntas sobre la desaparición del Presidiario; pero nada
sabía, y manifestó mucha inquietud.
-No estáis seguros aquí y os debéis ausentar cuanto antes, les dijo. El hijo
mayor de la condesa de Villaorán ha jurado vengar la muerte de su hermano; ha
pedido tropa al capitán general, y os anda persiguiendo. Me temo que haya
sorprendido al Presidiario. Por mí me voy: el suelo arde bajo mis pies.
-¡Que no te quemara! esclamó uno.
-¡Qué no te tragara! esclamó otro.
La vieja desapareció en silencio entre los olivos como una víbora, después de
haber dejado su veneno en la mordedura que ha hecho.
-¡El atentado en la casa de Dios! dijo el primero.
-¡Despejar un sagrario! añadió otro.
-Ea, callarse, gritó Diego: ¿a qué viene ya eso? A lo hecho pecho. Andemos.
Pero en este instante se oyeron pasos de caballos; y Perico, que Diego había
puesto de vigilante, entró corriendo a avisar que llegaba el Presidiario con los
caballos. Una aclamación general de alegría acogió al Presidiario, el que contó
que habiendo divisado tropa había tenido que esconderse, y sólo pudo volver [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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