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«escandalosamente». Iba y venía, fingiendo ocupaciones, por la
nave de la derecha y pasaba ya lejos, ya cerca de la capilla del
Magistral. Había visto primero a otras mujeres junto a la celosía y
a doña Ana en oración, junto al altar. Al pasar otra vez había visto
ya a la Regenta con la cabeza apoyada en el confesonario,
cubierta con la mantilla... y vuelta a pasar y ella quieta... y otra
vez... y siempre allí, siempre lo mismo.
320
La Regenta
-Don Custodio -le decía Glocester, el ilustre Arcediano, que
había notado sus paseos-, ¿qué hay?, ¿ha venido esa dama?
-¡Una hora!, ¡una hora!
-Confesión general. Ya usted ve...
Y más tarde:
-¿Qué hay?
-¡Hora y media!
-Le estará contando los pecados de sus abuelos desde Adán.
Glocester había esperado en la sacristía «el final de aquel
escándalo».
El arcediano y el beneficiado vieron a la Regenta salir de la
catedral y juntos se fueron hablando del suceso para esparcir por
la ciudad tan descomunal noticia.
«No pensaban hacer comentarios. El hecho, puramente el
hecho. ¡Dos horas!»
En efecto, había sido mucho tiempo. El Magistral no lo había
sentido pasar; doña Ana tampoco. La historia de ella había durado
mucho. Y además, ¡habían hablado de tantas cosas! Don Fermín
estaba satisfecho de su elocuencia, seguro de haber producido
efecto. Doña Ana jamás había oído hablar así.
«Aquel anhelo que sentía De Pas, antes de conversar en secreto
con aquella señora, había sido un anuncio de la realidad. Sí, sí,
era aquello algo nuevo, algo nuevo para su espíritu, cansado de
vivir nada más para la ambición propia y para la codicia ajena, la
de su madre. Necesitaba su alma alguna dulzura, una suavidad de
corazón que compensara tantas asperezas... ¿Todo había de ser
disimular, aborrecer, dominar, conquistar, engañar?»
321
Leopoldo Alas, «Clarín»
Recordó sus años de estudiante teólogo en San Marcos, de
León, cuando se preparaba, lleno de pura fe, a entrar en la
Compañía de Jesús. «Allí, por algún tiempo, había sentido dulces
latidos en su corazón, había orado con fervor, había meditado con
amoroso entusiasmo, dispuesto a sacrificarse en Jesús... ¡Todo
aquello estaba lejos! No le parecía ser el mismo. ¿No era algo por
el estilo lo que creía sentir desde la tarde anterior? ¿No eran las
mismas fibras las que vibraban entonces, allá en las orillas del
Bernesga, y las que ahora se movían como una música plácida
para el alma?» En los labios del Magistral asomó una sonrisa de
amargura. «Aunque todo ello sea una ilusión, un sueño, ¿por qué
no soñar? Y ¿quién sabe si esta ambición que me devora no es
más que una forma impropia de otra pasión más noble? Este fuego
¿no podrá arder para un afecto más alto, más digno del alma? ¿No
podría yo abrasarme en más pura llama que la de esta ambición?
¡Y qué ambición! Bien mezquina, bien miserable. ¿No valdrá más
la conquista del espíritu de esa señora que el asalto de una mitra,
del capelo, de la misma tiara...?»
El Magistral se sorprendió dibujando la tiara en el margen del
papel.
Suspiró, arrojó aquella pluma, como si tuviera la culpa de tales
pensamientos, que ya se le antojaban vanos, y sacudiendo la
cabeza se puso a escribir.
El último párrafo decía:
«El suceso tan esperado por el mundo católico, la definición
del dogma de la infalibilidad pontificia, había llegado por fin en
el glorioso día de eterna memoria, el 18 de julio de 1870: haec
dies quam fecit Dominus...»
El Magistral continuó:
322
La Regenta
«Confirmábase al fin de solemne modo la doctrina del cuarto
Concilio de Constantinopla que dijo: Prima salus est rectae fidei
regulam custodire ; confirmábase la doctrina que los griegos
profesaron con aprobación del segundo Concilio lionense, y se
declaraba y definía, sacro approbante Concilio, que el Romano
Pontífice, quum ex cathedra loquitur, goza plenamente, per
assistentiam divinam, de aquella infalibilidad de que el Divino
Redentor ha querido proveer a su Iglesia...»
Don Fermín soltó la pluma y dejó caer la cabeza sobre las
manos.
«Ignoraba lo que tenía, pero no podía escribir. ¿Sería el
asunto? Acaso no estaría él aquella mañana para tratar materia tan
sublime. ¡La infalibilidad! Terrible, pero valentísimo dogma: un
desafío formidable de la fe, rodeada por la incredulidad de un
siglo que se ríe. Era como estar en el circo entre fieras, y
llamarlas, azuzarlas, pincharlas... ¡Mejor!, así debía ser». El
Magistral había sido desde el principio de la batalla entusiástico
partidario de la declaración. «Era el valor, la voluntad enérgica, la
afirmación del imperio, una aventura teológica, parecida a las de
Alejandro Magno en la guerra y las de Colón en el mar».
Había defendido el dogma heroico en Roma en el púlpito, con
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